Los buenos vinos y los cuentos comparten una suerte
análoga de aromas y sabores. Resulta cautivante esa fragancia misteriosa con
sabor a mito lejano e inaccesible que envuelve a los cuentos añejos y
atemporales. Resultan tediosas, en cambio, las historias referidas a un pasado
tan flamante que se esconde apenas a un palmo de nuestra contemporaneidad;
huelen a simple lectura de diario de ayer o, peor aún, a no deseada lección de
historia.
Debe ser verdad, por otra parte y si Borges no se
equivoca, que “solamente los países nuevos tienen pasado” (Evaristo Carriego –
Palermo de Buenos Aires), por lo que no tengo reparos en relatar estos hechos
que me fueran confiados en una noche de vigilia, en la trasnochada semipenumbra
de un bar y al calor de un porrón de ginebra. Están referidos al virtual
fundador del pueblo1 que me vio nacer hace ya tantos años.
Según me aseguró el confidente, los manuscritos y
crónicas de viaje atribuidos a Francisco Pietrobelli son apócrifos,
compartiendo tal suerte con la propia génesis e identidad del autor. Su origen
piamontés es apenas circunstancial; sus padres venían del Friuli y ya sus ancestros
sufrieron la modificación del nombre de familia en aras de un exacerbado nuevo patriotismo.
Eran eslovenos del Véneto y su abuelo se llamaba Peter Beli (traducido
literalmente, Pedro Blanco). Su bisabuelo había sido alcalde de una de esas
vecindades (sosednje) que fueran modelo de comunidad autogestionaria a
orillas del río Natisone en el siglo XVIII. Una vez al año, se reunían los
alcaldes de la región para discutir cuestiones de estado alrededor de una gran
mesa de piedra, a la sombra de un robusto tilo. En 1805, los franceses
irrumpieron con sus tropas invasoras, destruyendo tanto la organización
política de los Landar como sus mesas y sus tilos. No obstante, el
subsiguiente dominio napoleónico, que duró hasta 1813, trajo un gran auge
cultural al flamante dominio francés -denominado Provincias Ilirias- que se
extendía desde el Tirol hasta Dalmacia, con capital en Liubliana. La presión
tributaria, en contrapartida, se hizo insostenible; había que financiar las
aventuras militares del Gran Corso. Derrotado éste, la región se volvió
a anexar al Imperio Austríaco de los Habsburgo y, muchos años después, pasó a
formar parte de Italia. Nunca más fue autónoma ni eslovena, aunque sus pobladores,
en su vida ordinaria, siguen hablando esloveno hasta hoy.
Despaciosamente, la comarca se fue colmando de pobladores
venidos de las regiones italianas vecinas. Con el tiempo arribaron también
gentes subsidiadas, provenientes de otras regiones más lejanas de la península,
sobre todo del empobrecido sur, llegando a superar en número a la primigenia
población eslovena, lo que produjo un superestrato cultural en toda esa parte
del litoral Adriático y el interior adyacente, zona de exquisitos vinos y
frescos olivares. En ese tiempo se modificaron muchos nombres de lugares y
personas. Trst se convirtió en Trieste, Videm en Udine, Grad en Grado y así centenares
de pueblos y aldeas. De la misma suerte, rebautizaron a Peter Beli, logrando
una síntesis -Pietrobelli- que se convirtió en apellido para su descendencia.
Pero volvamos a la Patagonia y al relato que nos
entretiene. Pietrobelli trabó profundo conocimiento y algo parecido a la
amistad con los caciques araucanos y tehuelches de la región. Si digo algo sólo
parecido a la amistad, es porque los miembros de la citadas etnias jamás harían
amistad verdadera con un representante de los usurpadores, sin menoscabo y con
prescindencia de la simpatía que pudiera inspirarles a título personal; es una
ley de la sangre que aún se corresponde con el antiguo principio de hospes
hostis.2 Sin embargo, salvo alguna transcripción fragmentaria de
los extensos conciliábulos celebrados, los manuscritos genuinos de don
Francisco habrían sido sustituidos por un relato nuevo y distinto, recreado a
manu servus3 y conveniente a versiones interesadas de la
historia. Los originales de esos manuscritos, amén de sus crónicas de viaje,
contenían datos siniestros y condenatorios sobre hechos atroces ocurridos en la
Patagonia en las postrimerías del siglo XIX. Pese a constituir un secreto muy
mal guardado, pocos son los que se han animado a escribir sobre estas
atrocidades y aún lo publicado echó más sombras que luces sobre la historia,
contribuyendo al ocultamiento de la verdad verdadera.
Un dato clave de la verdad sería, por ejemplo, que
Pietrobelli no alcanzó a ver el Golfo San Jorge. En vida, sólo llegó al valle
de la actual comuna de Sarmiento, que lo deslumbró con su virgen potencial, tan
parecido a la campiña de sus ancestros en la añorada llanura del Po, fértil
enclave entre los Apeninos y los Alpes. Al llegar a Sarmiento, Pietrobelli
estaba ya muy enfermo, preso de una extraña fiebre que lo mantenía postrado en
su campamento, a pocos pasos del río. Cierto día, el toqui4
Painefilu -del linaje de los Calfucurá y Namuncurá- enterado de su enfermedad,
le envió a su propia curandera y pitonisa personal, una Machi5 de
mirada ausente y piel ajada cual añoso papiro; engañadora del Gualicho6
y conocedora de las palabras vedadas; ni los más ancianos sabían adivinar su
edad. Llegó con una corte de lanceros, pero demasiado tarde; el expedicionario
ya agonizaba abrasado por un fuego cruel y devastador. Ella, con su profunda y
misteriosa sabiduría, reconoció inmediatamente los signos del apocalipsis
personal de aquel portentoso aventurero, que supo ser un roble hasta esos días.
De los co-expedicionarios de don Francisco quedaban en el
campamento apenas cuatro. Un par de ellos había regresado a Gaiman; unos pocos
habían muerto durante el viaje. Entre los que quedaban más el séquito de la
vieja india, incluidos ésta y el moribundo, sumaban once almas. Con uno más,
podrían parodiar con mediano éxito a los confundidos apóstoles de la última
cena, pero el que faltaba aquí, a todas luces, no era Judas.
Una vez muerto el caudillo, la permanencia en el lugar
perdió sentido, pero nadie atinaba a hacer nada: ni a levantar campamento
emprendiendo el regreso, ni a comenzar alguna actividad con el objeto de establecerse
en el lugar. Los indios, pragmáticos y supervivientes, vieron en la inmensa
cantidad de vituallas que había en las siete enormes carretas, una posibilidad
de aprovechamiento para los suyos; entonces, los blancos se convirtieron en un
estorbo.
A Pietrobelli lo embalsamaron en medio de un ritual en el
que ofició de sacerdotisa doña Heka Guennake, tal el nombre de la hechicera.
Sus condiciones chamánicas le previnieron acerca de la intención de los
lanceros de matar a los expedicionarios: lo supo en un sueño, como todo lo que
sabía. No me fue revelado si intentó impedirlo; de todas formas era tarde. Ya
los aborígenes habían perpetrado el sangriento hecho, del que sólo Blas Cancler
(“Cruento Sur”, cap.23) da testimonio. Heka no los amonestó, dado que, de
acuerdo con el pensamiento fatalista de su cosmografía, carecía de sentido la
pretensión de influir sobre los hechos, así como ensayar conclusiones morales
sobre los mismos. Menos aún, juzgar lo consumado (si ocurrió, es porque así
debía ser). Para ella, sólo se podía obrar sobre el presente y, aún ello, por
intercesión de los dioses y no mediante la libre voluntad: las criaturas
seríamos simples actores en una compleja obra escrita, dirigida y montada para
escena por los dioses y sus sirvientes. Tal, su rudimentaria teología.
Los cuerpos sin vida fueron arrojados al río, dado que,
al no pertenecer a la raza, no les correspondía la sepultura según la usanza
moluche. Pietrobelli, en cambio, corrió distinta suerte. Los indígenas daban a
los jefes y notables de otros grupos un tratamiento similar a sus pares; esto
formaba parte de su protocolo y reglas del ceremonial. La vieja india tomó el
mando (que por otra parte siempre había tenido, con excepción del hecho de
sangre relatado) y dispuso que a don Francisco lo sepultaran mirando al mar y
al septentrión, dado que de allí provenía. Así fue como llegó el expedicionario
a la costa atlántica, pero, contrariamente a nuestras creencias, ya sin vida,
cual añoso árbol que se ha talado y que servirá ahora para otros propósitos.
El viaje hasta el mar fue breve; apenas tres jornadas.
Cuando llegaron, los dioses les regalaron un día luminoso y diáfano, con ese
mar intensamente azul que sólo puede verse en estas latitudes. La vista desde
el acantilado era extasiante. A Pietrobelli lo enterraron de pie, junto a su
caballo, en lo más alto del Chenque7, mirando hacia el noreste.
Apenas consumada la inhumación, se desató una tormenta infernal de vientos
huracanados acompañados de lluvia, granizo y nevisca, que duró tres días con
sus tres largas, interminables, noches. Al cuarto día, los aborígenes
decidieron regresar a su patria chica, con el tranquilizador sentimiento de la
misión cumplida. Camino de regreso hacia el Neuquén, levantaron el campamento
que habían dejado a orillas del río Senguerr, llevándose una verdadera riqueza
en vituallas y ropajes de las siete generosas carretas que habían pertenecido a
la expedición.
Painefilu no fue informado de los pormenores del viaje y como jefe prudente, sabio y veterano, tampoco preguntó. Sólo se interesó por la salud de Pietrobelli. Todo lo demás, quedó oculto tras la sonrisa enigmática y arrugada de la hermética sacerdotisa de piel de papiro y ubicua sapiencia. Painefilu sabía que ella al menos había estado a la altura de las circunstancias. Por otra parte, lo acaecido llegaba a ser apenas una sombra, un pequeño detalle, en el proceso de devolución de favores a los blancos por todas las tropelías, tan cercanas al genocidio, de las que habían sido víctimas. Sabríamos más acerca de ello, si los escritos originales de Pietrobelli no se hubieran perdido.
Dada la ausencia de noticias en Rawson, los dos miembros del
grupo colonizador que habían vuelto a Gaiman regresaron al valle del Senguerr.
Inútilmente buscaron a sus compañeros y a su jefe. Ante lo infructuoso de su esforzada
búsqueda, decidieron permanecer en el lugar, novel tierra prometida, A partir
de esa decisión, y sólo a partir de entonces, comenzaron las operaciones de
asentamiento. Con el tiempo se hizo imperiosa la búsqueda de un puerto de
salida para los productos del fértil valle; ese fue el motor de la llegada al
mar. Curiosamente, no hay precisiones sobre esa parte de la historia, tan
actual como anónima. Ni siquiera se conocen los nombres de los dos fundadores;
sólo sabemos que realizaron el proyecto trunco que Pietrobelli no pudo
concluir, a pesar de que se le atribuye su consumación. Algunos, tal vez
malintencionados, insisten en que la ausencia de crónicas se debe al
analfabetismo de estos pioneros. Otros dicen que no había tiempo para registrar
los hechos porque los acontecimientos se producían en una vorágine que sólo
dejaba tiempo para la mera y elemental subsistencia.
Pero esas son discusiones marginales. Una vez más, la
historia demuestra aquel arcaico principio de que la fuerza creadora está en el
deseo y la intención, aunque sean inconscientes, potenciales y futuros; el
resto, son simples herramientas. Mirando a través de la luz de la proyección de
nuestros planes y su cristalización extemporánea, sabemos hoy que, de haber
vivido, Pietrobelli hubiera buscado una salida al mar y hubiera fundado un
asentamiento a sus orillas. Algo se interpuso para que no fuera así, pero lo
revelado, lo que trascendió, fue lo que debía ocurrir, porque estaba programado
en una mente, como todas, portentosa. Por otra parte, es sabido que la memoria
cósmica sólo puede contener las líneas esenciales del devenir, no así las
circunstancias. Si Pietrobelli debía fundar la ciudad, entonces la fundó:
tiempo, espacio y corporalidad son ajenos a la esencia de los hechos y
totalmente intrascendentes e ineficaces.
Notas:
1
Comodoro Rivadavia, Patagonia Argentina.
2
(= extranjero, enemigo) Locución latina que indica que todo extranjero es,
en esencia, enemigo.
3
(= con mano de siervo) Locución latina; expresión con que se califica lo
escrito con motivos mercenarios.
4
Cacique.
5
Chamán, curandero/a.
6
Espíritu del mal, también llamado Huecuvoé (“el viejo que merodea
por fuera”), hermano del Chachao (“padre de la gente”). Ambos representan
la bipolaridad mal-bien en la concepción de la deidad mapuche.
7
Chenque= cerro a cuyo pie creció la población de Comodoro Rivadavia En
lenguaje autóctono significa cementerio; para nosotros, “cementerio de indios”.
Advertencia:
El presente relato es ficción. Si bien relativo a un personaje y a un marco históricos, constituye una recreación fantasiosa de la realidad y de los hechos.
Publicado en ESCRITOS DE
FINIS TERRAE, 2011, Colección Patagonia Contemporánea, Editorial Jornada,
Chubut, Argentina.
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