viernes, 3 de abril de 2020

EL IGNOTO CASTILLO DEL SUR



Pocas personas escucharon hablar de este castillo en el remoto sur de América; muchas menos aún son las que lo han conocido. Para ser más precisos, sólo tres mortales hemos gozado de tal privilegio en los últimos dos siglos. El príncipe indio y el baqueano que me llevaron hasta el lugar han muerto ya, por lo que creo ser el único conocedor de tamaña obra, atemporal y extraña. Esta amalgama de raras circunstancias es la que me impulsa hoy a revelar aquellos acontecimientos que me parecen a veces tan lejanos y, a veces, tan recientes. Siento casi como una obligación ineludible el dar testimonio de ello. Misteriosamente, esta sensación de deber se ha ido intensificando en los últimos tiempos y no puedo adivinar la verdadera razón. ¿O será que mis días también están llegando a su fin?
Uno de los encantos de la Patagonia es su virginidad. Si desplegamos el mapa, veremos dos larguísimos hilos laterales que la recorren de Norte a Sur, bordeándola por el Este y por el Oeste, por el mar y por la cordillera, con escasos nexos entre ambas: apenas un par de rutas demasiado distantes. Están también los caminos menores, invariablemente de tierra, y las huellas apenas recorridas por algún habitante perdido en sus entrañas sobreviviendo con sus ovejas. Pero aun así, sumando todos los caminos, quedan extensiones inconmensurables que no figuran en ningún destino ni existe brújula que nos enseñe cómo llegar. En verdad, creo que este suelo estepario está menos explorado que la misma selva amazónica; la diferencia reside en que la selva es virgen por impenetrable y en cambio el desierto patagónico por simple destino de soledad, por esa condena que otorga la lejanía. Hay quienes sostienen que más que condena es una bendición, y hay días en los que me cuento entre ellos; hay días, en cambio, en los que creo todo lo contrario, y otros en los que creo sinceramente que ambos tienen razón y que, a su vez, ninguno la tiene. Y esto último es lo más probable.
Con el príncipe Llantén nos conocimos por obra de la casualidad, a pesar de que no creo en ella. Al baqueano, en cambio, lo buscamos durante mucho tiempo, pero el esfuerzo bien valió la pena. Fue realmente un valioso hallazgo.
Cuando nos internamos en esa mal llamada pampa, justo sobre el nivel de la meseta, se desplegó ante nosotros una inesperada e interminable alfombra de variados matices que iban del gris al verde oscuro, con algunos puntitos amarillos y violetas pintados por las flores de la estación. No hay como la primavera para ensayar estas excursiones hacia las entrañas mismas de la estepa y disfrutar de ese colorido tan rico como sutil, que me figuro similar al que buscaron Gauguin y Van Gogh cuando se afincaron en la luminosa Provenza. Como contrapartida, para que el idilio no sea perfecto, el viento golpea como en ninguna otra estación del año.
Lo sorprendente es que, apenas alejados de los caminos trillados y las huellas preexistentes, el paisaje cambia tanto que uno llega a creer que se trata de un engaño. De pronto se abren cañadones que sólo diez pasos atrás eran insospechables; sierras de puntas afiladas, invisibles hace apenas cinco golpes de clepsidra; cuevas que parecen haber albergado a toda una civilización perdida en la memoria del tiempo. La flora y la fauna, cambiantes y de una variedad insólita, constituyen otro misterio no menos interesante. Juraría que las variantes orográficas y la riqueza de vida que descubrimos fueron un espejismo, si no confiara tanto en mis sentidos. Aun hoy me sigo preguntado si habrá sido real, aunque sé, a conciencia cabal, que lo fue. Desde la ruta he observado miles de veces ese horizonte indiferente y monótono, tratando de adivinar algo de todo lo que vi en aquel viaje, pero me resulta imposible a pesar de mi insistencia. Incluso desde el avión, desde donde la visión es más rica y abarcadora, no logré jamás una simple insinuación de la verdad, ni el más vago bosquejo que pudiera otorgar fundamento a mis recuerdos. ¿Pueden unos pocos pasos cambiar tanto la realidad? Sin duda que sí; puedo dar fe de ello, porque yo anduve esos caminos con Llantén y el baqueano Sosa.
Sosa nos anticipó que no conocía el camino. Pero, en realidad, Sosa conocía todos los caminos: los que anduvo y los que no. Era baqueano de raza, de esos que, si le tapan los ojos y lo abandonan en medio de la estepa siberiana, en pocos minutos se las arregla como si hubiera nacido allí.
El camino que él decía no conocer era el camino al castillo. Tampoco había oído hablar de su existencia. El único que tenía noticias era Llantén y, con vagas referencias, iba guiando al baqueano hasta donde podía. Yo, con mi escaso protagonismo, parecía ser el convidado de piedra, aunque en realidad era todo lo contrario, porque el príncipe indio me eligió para hacerme partícipe de su conocimiento y éste fue el único y real móvil del viaje.
Andábamos en silencio. Largas horas a caballo -o días, tal vez, cómo asegurarlo- y el tramo final a pie. Sólo escuchábamos el crujir de las piedras bajo nuestros pies y el silbido del viento entre las matas. Pero había momentos en los que el viento amainaba, entonces el ruido de las pisadas se hacía más vívido y se disfrutaba como una música visceral y profunda. Cuando llegábamos a algún médano y desaparecía el ruido de las pisadas debido a la alfombra de arena, entonces el silencio se hacía infinito y total. Sosa y Llantén apenas ensayaban algún monosílabo de tanto en tanto. Yo, en cambio, no me atrevía a ultrajar esa paz desconocida e irrepetible ni siquiera con mi respiración. Era un éxtasis digno de ser vivido.
Por trechos, nos acompañaban distintos animales. Creo que así debe haber sido en el paraíso terrenal, porque esas bestias mansas y apacibles parecían no haber experimentado jamás la agresión de un humano. Se nos arrimaban, curiosos, como perritos falderos y nos seguían hasta que se aburrirían, supongo, de nuestra insípida compañía, pero enseguida eran reemplazados por otros, como si se tratara de una marcha programada en la que unos entregaban a otros la posta.
El sol subía y bajaba dibujando paisajes distintos a cada instante: proyectando sombras, quemando arenas, desdibujando perfiles, pintando y repintando con distintos matices el vasto, casi inacabable, lienzo de nuestra visión.
Nadie llevaba reloj ni almanaque, malqueridos carceleros que suelen encorsetar nuestras ansias de libertad hasta el fin de nuestras vidas, de modo que solamente la subjetividad de los sentidos primarios daba algún orden a nuestros días.
Durante toda la marcha nos cruzamos sólo con un humano. Era indio y Llantén parecía conocerlo, ya que se trenzaron en un breve y cordial visteo, analogía de una armoniosa a la vez que viril danza, en la cual ambos demostraron ser diestros. Cambiaron apenas tres palabras y luego el extraño siguió su camino, veloz sobre su brioso potrillo dorado, que más parecía una flecha que un caballo. Después, volvimos a la rutina del camino silencioso.
Justo en el momento en que ya el ciclo del asombro comenzaba a agotarse para convertirse en monotonía, se produjo la gran sorpresa. El camino comenzó a estrecharse en una quebrada cada vez más angosta y, de pronto, se alzó ante nosotros una arcada que parecía ser la puerta de acceso a un mundo totalmente distinto. Hasta el olor del aire cambió de repente. Llantén sonrió, lo que para su flemática personalidad equivalía a un arrebato ajeno y desconocido. Se adivinaba en su rostro el disfrute anticipado de una victoria que se está por conseguir. No dijo una palabra; sólo señaló hacia el noroeste con el brazo derecho extendido y hacia allí nos dirigimos.
A poco andar, comenzaron a hacerse más altas las matas y también más tupidas. Ya nos costaba avanzar sin coleccionar rasguños y azotes de las abundantes ramas. Pronto tuvimos que dejar los caballos y continuar de a pie y con machete, como si estuviéramos en plena selva. Por suerte no fue largo el camino. De buenas a primera nos encontramos ante un gran farallón que no se podía confundir con las altas bardas que bordeaban el profundo valle, porque su constitución era totalmente distinta. No me animo a decir que era piedra, pero tampoco eran ninguno de los materiales de construcción por mí conocidos. He visitado innumerables ruinas y castillos en la vieja Europa, pero éste era distinto. Llantén apoyó ambas palmas sobre la inmensa pared y levantó la cabeza apuntando a la cúspide de aquel muro. Luego, como si se tratara de un extraño rito de alguna ignota liturgia, bajó la mirada al suelo cayendo en un estado de éxtasis o profunda meditación, mientras su cabeza se mecía casi imperceptiblemente en un rítmico vaivén. Hizo una larga inspiración, se irguió y retomó la marcha sin decir palabra, esta vez bordeando el muro hacia la izquierda.
Con Sosa nos mirábamos cada tanto como queriendo adivinar cada uno lo que pensaba el otro. No sabíamos muy bien de qué se trataba, pero sentíamos esa especie de sobrecogimiento que se experimenta en los momentos en que está por suceder algo muy importante.
Llegamos por fin a una gran puerta y, a través de ella, a un inmenso patio interior. ¡Era imponente! Recorrer con la mirada los muros que nos rodeaban producía vértigo. Desde los huecos de algunas aberturas volaron grandes aves que seguramente habían establecido allí sus nidos ante la falta de otros habitantes. El patio era atravesado por un hilo de agua que surgía cerca de la puerta y se perdía en una grieta en el otro extremo, entre dos grandes piedras que le oficiaban de marco. Jamás vi ojos más grandes que los de Llantén recorriendo cada detalle. Cara de asombro como la de Sosa tampoco vi jamás.
De pronto, semiescondida por unos matorrales algo más altos que el resto, descubrimos una entrada lateral. Aparentemente la vimos todos en el mismo instante ya que, como en un repentino arrebato, nos abalanzamos sobre ella los tres a un tiempo; pero Llantén nos hizo una seña para que esperásemos donde estábamos y siguió solo. Extenuados, nos resignamos a obedecer y tomamos asiento sobre unas piedras que parecían haber sido colocadas allí a modo de invitación al descanso y a la pausa. No sé cuánto tiempo esperamos, porque me quedé dormido, exhausto por el viaje y la emoción del descubrimiento.
Cuando desperté, vi a mi lado al baqueano. Me dijo que el indio seguía sin aparecer. Comenzamos a recorrer el patio; vimos otras entradas, ingresando en algunas de ellas, pero eran todas entradas muy expuestas y ninguna tenía el misterio de la que fagocitó a Llantén. Descubrimos algunas galerías largas y espaciosas, otras más reducidas y algunas que se convertían en pasadizos casi infranqueables. Seguimos vagando largamente y aquello parecía no tener fin. Era como andar y andar sin llegar nunca al final. ¿Tan grande sería aquel castillo? La luz entraba por distintas aberturas a modo de ventanas, pero todas demasiado altas para que pudiéramos mirar a través de ellas sin una escalera. Hasta que, de pronto, vimos una que no estaría a más de un metro y medio del piso. Grande fue nuestra sorpresa cuando, al asomarnos, descubrimos que estábamos a una gran altura, desde la que divisábamos todo el valle y aun mucho más allá. En realidad, podíamos ver casi todo el camino recorrido en el largo viaje que nos había traído hasta allí. Pero, nos preguntábamos con Sosa, cómo podía ser que viéramos el camino tan lejano y sin embargo, cuando en él habíamos estado, no vimos ningún accidente en el horizonte que pudiera hacernos sospechar siquiera la existencia del lugar donde ahora nos encontrábamos. Nos prometimos desentrañar este misterio a nuestro regreso. Seguramente no habíamos mirado bien o algún velo nebuloso había censurado nuestra visión, pero a la vuelta observaríamos atentamente hasta descubrir cómo se veía el castillo desde la distancia. También compartimos la sospecha de que las galerías por las que habíamos caminado seguramente conformaban una gran espiral, sutil pero eficiente, ya que en ningún momento habíamos subido escalera alguna, antes bien, nos pareció caminar todo el tiempo en forma horizontal, llana, y de pronto resultaba que estábamos a una altura similar a la cima de una gran montaña, desde la que se divisaba una extensión casi infinita de territorio. Nos entretuvimos adivinando el lugar en el que habíamos dejado los caballos. No parecía lejos.
Permanecimos tres días con sus noches en el castillo, caminando casi todo el día; recorriendo galerías y habitaciones, conociendo pasadizos y recovecos, explorando grandes salones y pequeñas recámaras, incansablemente y sin parar. En los tres días no recuerdo haber estado dos veces en el mismo lugar, lo que me hace pensar que aquello era realmente colosal. Tampoco encontramos en todo ese tiempo a Llantén, ni pudimos volver a encontrar la entrada por la que se había introducido en el castillo. Varias veces creímos verla, pero al acercarnos caíamos en la cuenta de que en realidad no era ésa la puerta del indio.
Como por arte de magia, al tercer día, Llantén apareció ante nosotros, sonriente y gozoso, más comunicativo de lo que lo recordaba y con una luz en la mirada que tenía algo de misterioso y celestial. Así y todo, no fue mucho lo que nos dijo. Lacónicamente narró algunas noticias que a él le habían contado sobre la historia del castillo y que involucraban a sus antepasados muy remotos. También nos confió algunas referencias vinculadas con distintos puntos del castillo y su orientación, mencionando alineamientos estelares y planetarios que no comprendí muy bien. De golpe, como si le atacara una imprevista urgencia, nos indicó la salida y hacia allí nos dirigimos.
El camino de regreso fue muy similar al de ida. Los mismos silencios, los mismos monosílabos, el mismo paisaje, el mismo crujir de las piedras. Con Sosa intentamos vislumbrar la fortaleza desde la distancia, de acuerdo con lo planeado, sin embargo todo intento fue infructuoso, como si un acto de prestidigitación la hiciera invisible casi de golpe. Por un momento sentí el impulso de volver para verificar que fuera verdad, pero no me animé. Creo que a Sosa le pasó lo mismo. Llantén seguía callado, pero algo había cambiado en él. No sólo su mirada; hasta su piel parecía más lozana. Era como si hubiera rejuvenecido.
Cuando llegamos al punto en el que nos habíamos encontrado con aquel otro indio en nuestro viaje de ida, el príncipe nos hizo saber que allí se separaban nuestros caminos. La despedida careció de toda solemnidad; no hubo tristeza ni alegría. Nada. Parecía sólo un acto banal, sin ninguna importancia ni trascendencia. Apenas saludó, tomó la misma dirección que había tomado su hermano de sangre y desapareció de nuestra vista con la misma premura con que lo había hecho el otro.
Nosotros, sin salir de la sorpresa por la intempestiva despedida, desandamos el resto del camino, idéntico pero opuesto al de ida y, llegados a la ruta, también nos despedimos, prometiendo encontrarnos en algún momento en la ciudad.
Siempre viví con la idea de que volvería a ver a Llantén, pero no fue así. A Sosa lo vi un par de veces y conversamos sobre lo vivido en esos días, por eso estoy seguro de que fue real. Sosa murió hará cosa de un año, soñando con serpientes. Por el padre Antonio Mateos, un santo español que anda por entre las tribus y reservaciones de la cordillera, supe que Llantén también murió. Según el padre Antonio, Llantén era un iluminado. Y debió ser así, porque ya el padre Barreto me lo había dicho muchos años antes, cuando nos presentó. Algún día relataré ese encuentro.
Durante mucho tiempo callé todo esto, por temor al ridículo. Me sentía como quien vio un platillo volador y teme ser tomado por loco. Pero últimamente comencé a sentir un impulso extraño y una necesidad de contarlo que me llevó a hacerlo tal vez en demasía. Lo sigo haciendo compulsivamente, sin poder contenerme. La gente me escucha; algunos se quedan pensando, en reflexivo silencio. Otros sonríen con sorna, descreídos y a un tiempo condescendientes para con mis delirios. Esas muecas de Mona Lisa son las más molestas; prefiero a los que, directamente y sin rodeos, me manifiestan su incredulidad. He pasado a ser un personaje extravagante y sospechado de cierta insanía.
Sin embargo, esta historia, tan simple como maravillosa, fue real. Nunca me atreví a regresar al lugar, pero puedo dar su ubicación aproximada. Miles y miles de veces he repasado el mapa, rehaciendo mentalmente el camino andado hace ya tantos años. Para quien se interese en investigar la verdad de mis dichos o tenga inquietud por descubrir los secretos de una civilización que aparentemente nada tiene que envidiar a los mayas, a los aztecas ni a los egipcios, voy a dar una referencia que supera toda ambigüedad: si trazamos una línea recta imaginaria uniendo Camarones con Trevelin y otra similar entre Chimpay y Colonia Sarmiento, donde se produce la intersección de ambas, no estaremos lejos del lugar. En cuanto al camino a tomar, lo más indicado es, desde la Ruta Tres, internarse hacia el oeste en las inmediaciones del camino que lleva a Sierra Cuadrada; luego, buscar el punto indicado por las coordenada antedichas. Lo ideal es ir en primavera, aunque en otoño deber ser también espectacular y digno de asombro.

Cuento premiado con la 2ª Mención Honrosa en el PRIMER CONCURSO BINACIONAL LITERARIO DE LA PATAGONIA (Departamentos de Cultura de las Secretarías Regionales Ministeriales de Educación de Aysén y Magallanes - Chile).

Publicado en ESCRITOS DE FINIS TERRAE, 2011, Colección Patagonia Contemporánea, Editorial Jornada, Chubut, Argentina.


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