Pocas personas escucharon hablar
de este castillo en el remoto sur de América; muchas menos aún son las que lo
han conocido. Para ser más precisos, sólo tres mortales hemos gozado de tal
privilegio en los últimos dos siglos. El príncipe indio y el baqueano que me
llevaron hasta el lugar han muerto ya, por lo que creo ser el único conocedor
de tamaña obra, atemporal y extraña. Esta amalgama de raras circunstancias es
la que me impulsa hoy a revelar aquellos acontecimientos que me parecen a veces
tan lejanos y, a veces, tan recientes. Siento casi como una obligación
ineludible el dar testimonio de ello. Misteriosamente, esta sensación de deber
se ha ido intensificando en los últimos tiempos y no puedo adivinar la verdadera
razón. ¿O será que mis días también están llegando a su fin?
Uno de los encantos de la
Patagonia es su virginidad. Si desplegamos el mapa, veremos dos larguísimos
hilos laterales que la recorren de Norte a Sur, bordeándola por el Este y por
el Oeste, por el mar y por la cordillera, con escasos nexos entre ambas: apenas
un par de rutas demasiado distantes. Están también los caminos menores,
invariablemente de tierra, y las huellas apenas recorridas por algún habitante
perdido en sus entrañas sobreviviendo con sus ovejas. Pero aun así, sumando
todos los caminos, quedan extensiones inconmensurables que no figuran en ningún
destino ni existe brújula que nos enseñe cómo llegar. En verdad, creo que este
suelo estepario está menos explorado que la misma selva amazónica; la
diferencia reside en que la selva es virgen por impenetrable y en cambio el
desierto patagónico por simple destino de soledad, por esa condena que otorga
la lejanía. Hay quienes sostienen que más que condena es una bendición, y hay
días en los que me cuento entre ellos; hay días, en cambio, en los que creo
todo lo contrario, y otros en los que creo sinceramente que ambos tienen razón
y que, a su vez, ninguno la tiene. Y esto último es lo más probable.
Con el príncipe Llantén nos
conocimos por obra de la casualidad, a pesar de que no creo en ella. Al
baqueano, en cambio, lo buscamos durante mucho tiempo, pero el esfuerzo bien
valió la pena. Fue realmente un valioso hallazgo.
Cuando nos internamos en esa mal
llamada pampa, justo sobre el nivel de la meseta, se desplegó ante nosotros una
inesperada e interminable alfombra de variados matices que iban del gris al
verde oscuro, con algunos puntitos amarillos y violetas pintados por las flores
de la estación. No hay como la primavera para ensayar estas excursiones hacia
las entrañas mismas de la estepa y disfrutar de ese colorido tan rico como
sutil, que me figuro similar al que buscaron Gauguin y Van Gogh cuando se
afincaron en la luminosa Provenza. Como contrapartida, para que el idilio no
sea perfecto, el viento golpea como en ninguna otra estación del año.
Lo sorprendente es que, apenas
alejados de los caminos trillados y las huellas preexistentes, el paisaje
cambia tanto que uno llega a creer que se trata de un engaño. De pronto se
abren cañadones que sólo diez pasos atrás eran insospechables; sierras de
puntas afiladas, invisibles hace apenas cinco golpes de clepsidra; cuevas que
parecen haber albergado a toda una civilización perdida en la memoria del
tiempo. La flora y la fauna, cambiantes y de una variedad insólita, constituyen
otro misterio no menos interesante. Juraría que las variantes orográficas y la
riqueza de vida que descubrimos fueron un espejismo, si no confiara tanto en
mis sentidos. Aun hoy me sigo preguntado si habrá sido real, aunque sé, a
conciencia cabal, que lo fue. Desde la ruta he observado miles de veces ese
horizonte indiferente y monótono, tratando de adivinar algo de todo lo que vi
en aquel viaje, pero me resulta imposible a pesar de mi insistencia. Incluso
desde el avión, desde donde la visión es más rica y abarcadora, no logré jamás
una simple insinuación de la verdad, ni el más vago bosquejo que pudiera otorgar
fundamento a mis recuerdos. ¿Pueden unos pocos pasos cambiar tanto la realidad?
Sin duda que sí; puedo dar fe de ello, porque yo anduve esos caminos con
Llantén y el baqueano Sosa.
Sosa nos anticipó que no conocía
el camino. Pero, en realidad, Sosa conocía todos los caminos: los que anduvo y
los que no. Era baqueano de raza, de esos que, si le tapan los ojos y lo abandonan
en medio de la estepa siberiana, en pocos minutos se las arregla como si
hubiera nacido allí.
El camino que él decía no conocer
era el camino al castillo. Tampoco había oído hablar de su existencia. El único
que tenía noticias era Llantén y, con vagas referencias, iba guiando al
baqueano hasta donde podía. Yo, con mi escaso protagonismo, parecía ser el
convidado de piedra, aunque en realidad era todo lo contrario, porque el
príncipe indio me eligió para hacerme partícipe de su conocimiento y éste fue
el único y real móvil del viaje.
Andábamos en silencio. Largas
horas a caballo -o días, tal vez, cómo asegurarlo- y el tramo final a pie. Sólo
escuchábamos el crujir de las piedras bajo nuestros pies y el silbido del
viento entre las matas. Pero había momentos en los que el viento amainaba,
entonces el ruido de las pisadas se hacía más vívido y se disfrutaba como una
música visceral y profunda. Cuando llegábamos a algún médano y desaparecía el
ruido de las pisadas debido a la alfombra de arena, entonces el silencio se
hacía infinito y total. Sosa y Llantén apenas ensayaban algún monosílabo de tanto
en tanto. Yo, en cambio, no me atrevía a ultrajar esa paz desconocida e
irrepetible ni siquiera con mi respiración. Era un éxtasis digno de ser vivido.
Por trechos, nos acompañaban
distintos animales. Creo que así debe haber sido en el paraíso terrenal, porque
esas bestias mansas y apacibles parecían no haber experimentado jamás la
agresión de un humano. Se nos arrimaban, curiosos, como perritos falderos y nos
seguían hasta que se aburrirían, supongo, de nuestra insípida compañía, pero
enseguida eran reemplazados por otros, como si se tratara de una marcha
programada en la que unos entregaban a otros la posta.
El sol subía y bajaba dibujando
paisajes distintos a cada instante: proyectando sombras, quemando arenas,
desdibujando perfiles, pintando y repintando con distintos matices el vasto,
casi inacabable, lienzo de nuestra visión.
Nadie llevaba reloj ni almanaque,
malqueridos carceleros que suelen encorsetar nuestras ansias de libertad hasta
el fin de nuestras vidas, de modo que solamente la subjetividad de los sentidos
primarios daba algún orden a nuestros días.
Durante toda la marcha nos
cruzamos sólo con un humano. Era indio y Llantén parecía conocerlo, ya que se
trenzaron en un breve y cordial visteo, analogía de una armoniosa a la vez que
viril danza, en la cual ambos demostraron ser diestros. Cambiaron apenas tres
palabras y luego el extraño siguió su camino, veloz sobre su brioso potrillo
dorado, que más parecía una flecha que un caballo. Después, volvimos a la
rutina del camino silencioso.
Justo en el momento en que ya el
ciclo del asombro comenzaba a agotarse para convertirse en monotonía, se
produjo la gran sorpresa. El camino comenzó a estrecharse en una quebrada cada
vez más angosta y, de pronto, se alzó ante nosotros una arcada que parecía ser
la puerta de acceso a un mundo totalmente distinto. Hasta el olor del aire
cambió de repente. Llantén sonrió, lo que para su flemática personalidad
equivalía a un arrebato ajeno y desconocido. Se adivinaba en su rostro el
disfrute anticipado de una victoria que se está por conseguir. No dijo una
palabra; sólo señaló hacia el noroeste con el brazo derecho extendido y hacia
allí nos dirigimos.
A poco andar, comenzaron a
hacerse más altas las matas y también más tupidas. Ya nos costaba avanzar sin
coleccionar rasguños y azotes de las abundantes ramas. Pronto tuvimos que dejar
los caballos y continuar de a pie y con machete, como si estuviéramos en plena
selva. Por suerte no fue largo el camino. De buenas a primera nos encontramos
ante un gran farallón que no se podía confundir con las altas bardas que
bordeaban el profundo valle, porque su constitución era totalmente distinta. No
me animo a decir que era piedra, pero tampoco eran ninguno de los materiales de
construcción por mí conocidos. He visitado innumerables ruinas y castillos en
la vieja Europa, pero éste era distinto. Llantén apoyó ambas palmas sobre la
inmensa pared y levantó la cabeza apuntando a la cúspide de aquel muro. Luego,
como si se tratara de un extraño rito de alguna ignota liturgia, bajó la mirada
al suelo cayendo en un estado de éxtasis o profunda meditación, mientras su
cabeza se mecía casi imperceptiblemente en un rítmico vaivén. Hizo una larga
inspiración, se irguió y retomó la marcha sin decir palabra, esta vez bordeando
el muro hacia la izquierda.
Con Sosa nos mirábamos cada tanto
como queriendo adivinar cada uno lo que pensaba el otro. No sabíamos muy bien
de qué se trataba, pero sentíamos esa especie de sobrecogimiento que se
experimenta en los momentos en que está por suceder algo muy importante.
Llegamos por fin a una gran
puerta y, a través de ella, a un inmenso patio interior. ¡Era imponente!
Recorrer con la mirada los muros que nos rodeaban producía vértigo. Desde los
huecos de algunas aberturas volaron grandes aves que seguramente habían
establecido allí sus nidos ante la falta de otros habitantes. El patio era
atravesado por un hilo de agua que surgía cerca de la puerta y se perdía en una
grieta en el otro extremo, entre dos grandes piedras que le oficiaban de marco.
Jamás vi ojos más grandes que los de Llantén recorriendo cada detalle. Cara de
asombro como la de Sosa tampoco vi jamás.
De pronto, semiescondida por unos
matorrales algo más altos que el resto, descubrimos una entrada lateral.
Aparentemente la vimos todos en el mismo instante ya que, como en un repentino
arrebato, nos abalanzamos sobre ella los tres a un tiempo; pero Llantén nos
hizo una seña para que esperásemos donde estábamos y siguió solo. Extenuados,
nos resignamos a obedecer y tomamos asiento sobre unas piedras que parecían
haber sido colocadas allí a modo de invitación al descanso y a la pausa. No sé
cuánto tiempo esperamos, porque me quedé dormido, exhausto por el viaje y la
emoción del descubrimiento.
Cuando desperté, vi a mi lado al
baqueano. Me dijo que el indio seguía sin aparecer. Comenzamos a recorrer el
patio; vimos otras entradas, ingresando en algunas de ellas, pero eran todas
entradas muy expuestas y ninguna tenía el misterio de la que fagocitó a
Llantén. Descubrimos algunas galerías largas y espaciosas, otras más reducidas
y algunas que se convertían en pasadizos casi infranqueables. Seguimos vagando largamente
y aquello parecía no tener fin. Era como andar y andar sin llegar nunca al
final. ¿Tan grande sería aquel castillo? La luz entraba por distintas aberturas
a modo de ventanas, pero todas demasiado altas para que pudiéramos mirar a
través de ellas sin una escalera. Hasta que, de pronto, vimos una que no
estaría a más de un metro y medio del piso. Grande fue nuestra sorpresa cuando,
al asomarnos, descubrimos que estábamos a una gran altura, desde la que
divisábamos todo el valle y aun mucho más allá. En realidad, podíamos ver casi
todo el camino recorrido en el largo viaje que nos había traído hasta allí.
Pero, nos preguntábamos con Sosa, cómo podía ser que viéramos el camino tan
lejano y sin embargo, cuando en él habíamos estado, no vimos ningún accidente
en el horizonte que pudiera hacernos sospechar siquiera la existencia del lugar
donde ahora nos encontrábamos. Nos prometimos desentrañar este misterio a
nuestro regreso. Seguramente no habíamos mirado bien o algún velo nebuloso
había censurado nuestra visión, pero a la vuelta observaríamos atentamente
hasta descubrir cómo se veía el castillo desde la distancia. También
compartimos la sospecha de que las galerías por las que habíamos caminado
seguramente conformaban una gran espiral, sutil pero eficiente, ya que en
ningún momento habíamos subido escalera alguna, antes bien, nos pareció caminar
todo el tiempo en forma horizontal, llana, y de pronto resultaba que estábamos
a una altura similar a la cima de una gran montaña, desde la que se divisaba
una extensión casi infinita de territorio. Nos entretuvimos adivinando el lugar
en el que habíamos dejado los caballos. No parecía lejos.
Permanecimos tres días con sus
noches en el castillo, caminando casi todo el día; recorriendo galerías y
habitaciones, conociendo pasadizos y recovecos, explorando grandes salones y
pequeñas recámaras, incansablemente y sin parar. En los tres días no recuerdo
haber estado dos veces en el mismo lugar, lo que me hace pensar que aquello era
realmente colosal. Tampoco encontramos en todo ese tiempo a Llantén, ni pudimos
volver a encontrar la entrada por la que se había introducido en el castillo.
Varias veces creímos verla, pero al acercarnos caíamos en la cuenta de que en
realidad no era ésa la puerta del indio.
Como por arte de magia, al tercer
día, Llantén apareció ante nosotros, sonriente y gozoso, más comunicativo de lo
que lo recordaba y con una luz en la mirada que tenía algo de misterioso y
celestial. Así y todo, no fue mucho lo que nos dijo. Lacónicamente narró
algunas noticias que a él le habían contado sobre la historia del castillo y
que involucraban a sus antepasados muy remotos. También nos confió algunas
referencias vinculadas con distintos puntos del castillo y su orientación,
mencionando alineamientos estelares y planetarios que no comprendí muy bien. De
golpe, como si le atacara una imprevista urgencia, nos indicó la salida y hacia
allí nos dirigimos.
El camino de regreso fue muy
similar al de ida. Los mismos silencios, los mismos monosílabos, el mismo
paisaje, el mismo crujir de las piedras. Con Sosa intentamos vislumbrar la fortaleza
desde la distancia, de acuerdo con lo planeado, sin embargo todo intento fue
infructuoso, como si un acto de prestidigitación la hiciera invisible casi de
golpe. Por un momento sentí el impulso de volver para verificar que fuera verdad,
pero no me animé. Creo que a Sosa le pasó lo mismo. Llantén seguía callado,
pero algo había cambiado en él. No sólo su mirada; hasta su piel parecía más
lozana. Era como si hubiera rejuvenecido.
Cuando llegamos al punto en el
que nos habíamos encontrado con aquel otro indio en nuestro viaje de ida, el
príncipe nos hizo saber que allí se separaban nuestros caminos. La despedida careció
de toda solemnidad; no hubo tristeza ni alegría. Nada. Parecía sólo un acto
banal, sin ninguna importancia ni trascendencia. Apenas saludó, tomó la misma
dirección que había tomado su hermano de sangre y desapareció de nuestra vista
con la misma premura con que lo había hecho el otro.
Nosotros, sin salir de la
sorpresa por la intempestiva despedida, desandamos el resto del camino,
idéntico pero opuesto al de ida y, llegados a la ruta, también nos despedimos,
prometiendo encontrarnos en algún momento en la ciudad.
Siempre viví con la idea de que
volvería a ver a Llantén, pero no fue así. A Sosa lo vi un par de veces y
conversamos sobre lo vivido en esos días, por eso estoy seguro de que fue real.
Sosa murió hará cosa de un año, soñando con serpientes. Por el padre
Antonio Mateos, un santo español que anda por entre las tribus y reservaciones
de la cordillera, supe que Llantén también murió. Según el padre Antonio,
Llantén era un iluminado. Y debió ser así, porque ya el padre Barreto me lo
había dicho muchos años antes, cuando nos presentó. Algún día relataré ese
encuentro.
Durante mucho tiempo callé todo
esto, por temor al ridículo. Me sentía como quien vio un platillo volador y
teme ser tomado por loco. Pero últimamente comencé a sentir un impulso extraño
y una necesidad de contarlo que me llevó a hacerlo tal vez en demasía. Lo sigo
haciendo compulsivamente, sin poder contenerme. La gente me escucha; algunos se
quedan pensando, en reflexivo silencio. Otros sonríen con sorna, descreídos y a
un tiempo condescendientes para con mis delirios. Esas muecas de Mona Lisa son
las más molestas; prefiero a los que, directamente y sin rodeos, me manifiestan
su incredulidad. He pasado a ser un personaje extravagante y sospechado de
cierta insanía.
Sin embargo, esta historia, tan
simple como maravillosa, fue real. Nunca me atreví a regresar al lugar, pero
puedo dar su ubicación aproximada. Miles y miles de veces he repasado el mapa,
rehaciendo mentalmente el camino andado hace ya tantos años. Para quien se
interese en investigar la verdad de mis dichos o tenga inquietud por descubrir
los secretos de una civilización que aparentemente nada tiene que envidiar a
los mayas, a los aztecas ni a los egipcios, voy a dar una referencia que supera
toda ambigüedad: si trazamos una línea recta imaginaria uniendo Camarones con
Trevelin y otra similar entre Chimpay y Colonia Sarmiento, donde se produce la
intersección de ambas, no estaremos lejos del lugar. En cuanto al camino a
tomar, lo más indicado es, desde la Ruta Tres, internarse hacia el oeste en las
inmediaciones del camino que lleva a Sierra Cuadrada; luego, buscar el punto
indicado por las coordenada antedichas. Lo ideal es ir en primavera, aunque en
otoño deber ser también espectacular y digno de asombro.
Cuento premiado con la 2ª Mención
Honrosa en el PRIMER CONCURSO BINACIONAL LITERARIO DE LA PATAGONIA (Departamentos
de Cultura de las Secretarías Regionales Ministeriales de Educación de Aysén y
Magallanes - Chile).
Publicado en ESCRITOS DE FINIS
TERRAE, 2011, Colección Patagonia Contemporánea, Editorial Jornada, Chubut, Argentina.
Cada vez que lo Leo me maravilla más... no tengo palabras. Albricias, Lorenzo!!!
ResponderEliminar¡Gracias!
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