viernes, 10 de abril de 2020

HOMENAJE A BORGES


Hay tres poetas, en tres riberas
Que me han saciado de arte:
En la del Río de la Plata, el universal Jorge Luis Borges;
En la del Segura, el sufrido Miguel Hernández
Y el genial France Preseren, en la del Sava.

Este es un homenaje al primero de ellos.
El de los otros dos,
Aun está en el alma.




JUSTIFICACIÓN DE UNA AUSENCIA

En la eternal Helvecia
-Patria tan añorada-
Se me ha muerto como del rayo don Jorge Luis
-Pluma tan admirada-
(remedando a Miguel Hernández)

Génesis inevitable de conjeturas y desconcierto:
La muerte.
Puebla el error, empero, cada espacio conjetural.
Y así fue, cada palabra, vanamente pronunciada,
Cada gota de tinta, vanamente derramada.

La ausencia duele y confunde,
El vacío sin retorno desespera y angustia;
Aun así, me pregunto por qué
Tanta impudicia y crueldad
En aras de explicar un destierro…

Y es que no fue el desamor
Ni fue el inviolable destino;
No fue tampoco el consumirse al engendrar,
Todas, aproximaciones y espejismos.
No fue una cobarde huida
Ni un nuevo capítulo de otra porfiada búsqueda.
Menos aún, una mera etapa procesal de la existencia.

Fue, simplemente, aquella inquietante idea
Alumbrada tiempo atrás
E innumerables veces releída y repensada en secreto:
“… ¿Y para qué ser poeta en tiempos de penuria?...” n

n – Hoelderlin en “Brot und Wein”


LAS DOS PROFECÍAS


Ethine, reina de Tracia,
A quien cantara Jorge en inspirado vuelo;
Realeza nueva, sin aristocracia,
Nacida en surco al horadar el suelo.

Mas Luis se empecinó en hacerte prosa
Sin importarle pronunciar tu nombre en vano;
Así nació su conocida glosa
En aquel libro, tan divino cual profano.

Es Borges quien, sacrílego, pronuncia
Tu nombre sin temor ni miramientos.
No se cumplió la maldición que anuncia
El misterioso libro de los cuatro vientos:

Él mora entre nosotros, no se ha ido;
La profecía, pues, no se ha cumplido.


QUERIDO JORGE LUIS


En dos cosas acertaste solamente
Y, aún en ellas,
No fue total tu suerte.

Fue verdad que volverías a Ginebra,
Pero fue antes
De tu pretendida muerte.

No estás en Recoleta,
Tal como predijiste;
Y estás también allí,
Tal cual lo presentiste.
(Nadie puede decir
Que no estará en un lugar
Si no ha pensado antes
En estar).

¿Juego de palabras?
¿Adivinación y suerte?
¡Caprichos de la ruleta
En que giran vida y muerte!


CAPRICHO BORGEANO


Me han dicho, Jorge Luis, que te has marchado
Y es bueno que yo sepa que no es cierto;
Morar en otro mundo con los dioses,
No puede ser lo mismo que estar muerto.

El ostracismo estaba ya en tu mente
Cual rara pero firme vocación,
¿por qué afanarnos, pues, inútilmente
Buscando a tu destierro explicación?

Hoy sabes ya quién fue tu tercer hombre,
Vagando por las ruinas circulares;
Hoy sabes de los números, los nombres,
Las tierras misteriosas y los mares.

Has muerto y sin embargo sigues vivo;
Te fuiste y sin embargo estás aquí...
¿Será que vida y muerte son lo mismo?
¡Curiosa ubicuidad la del morir!


Poema premiado con el 2º Premio en el CONCURSO LITERARIO NACIONAL "DE LA PATAGONIA AL PAIS" (Diario Crónica, 1985). 
Publicado en ESCRITOS DE FINIS TERRAE, 2011, Colección Patagonia Contemporánea, Editorial Jornada, Chubut, Argentina.

miércoles, 8 de abril de 2020

FRANCISCO PIETROBELLI, FUNDADOR


Los buenos vinos y los cuentos comparten una suerte análoga de aromas y sabores. Resulta cautivante esa fragancia misteriosa con sabor a mito lejano e inaccesible que envuelve a los cuentos añejos y atemporales. Resultan tediosas, en cambio, las historias referidas a un pasado tan flamante que se esconde apenas a un palmo de nuestra contemporaneidad; huelen a simple lectura de diario de ayer o, peor aún, a no deseada lección de historia.
Debe ser verdad, por otra parte y si Borges no se equivoca, que “solamente los países nuevos tienen pasado” (Evaristo Carriego – Palermo de Buenos Aires), por lo que no tengo reparos en relatar estos hechos que me fueran confiados en una noche de vigilia, en la trasnochada semipenumbra de un bar y al calor de un porrón de ginebra. Están referidos al virtual fundador del pueblo1 que me vio nacer hace ya tantos años.
Según me aseguró el confidente, los manuscritos y crónicas de viaje atribuidos a Francisco Pietrobelli son apócrifos, compartiendo tal suerte con la propia génesis e identidad del autor. Su origen piamontés es apenas circunstancial; sus padres venían del Friuli y ya sus ancestros sufrieron la modificación del nombre de familia en aras de un exacerbado nuevo patriotismo. Eran eslovenos del Véneto y su abuelo se llamaba Peter Beli (traducido literalmente, Pedro Blanco). Su bisabuelo había sido alcalde de una de esas vecindades (sosednje) que fueran modelo de comunidad autogestionaria a orillas del río Natisone en el siglo XVIII. Una vez al año, se reunían los alcaldes de la región para discutir cuestiones de estado alrededor de una gran mesa de piedra, a la sombra de un robusto tilo. En 1805, los franceses irrumpieron con sus tropas invasoras, destruyendo tanto la organización política de los Landar como sus mesas y sus tilos. No obstante, el subsiguiente dominio napoleónico, que duró hasta 1813, trajo un gran auge cultural al flamante dominio francés -denominado Provincias Ilirias- que se extendía desde el Tirol hasta Dalmacia, con capital en Liubliana. La presión tributaria, en contrapartida, se hizo insostenible; había que financiar las aventuras militares del Gran Corso. Derrotado éste, la región se volvió a anexar al Imperio Austríaco de los Habsburgo y, muchos años después, pasó a formar parte de Italia. Nunca más fue autónoma ni eslovena, aunque sus pobladores, en su vida ordinaria, siguen hablando esloveno hasta hoy.

Despaciosamente, la comarca se fue colmando de pobladores venidos de las regiones italianas vecinas. Con el tiempo arribaron también gentes subsidiadas, provenientes de otras regiones más lejanas de la península, sobre todo del empobrecido sur, llegando a superar en número a la primigenia población eslovena, lo que produjo un superestrato cultural en toda esa parte del litoral Adriático y el interior adyacente, zona de exquisitos vinos y frescos olivares. En ese tiempo se modificaron muchos nombres de lugares y personas. Trst se convirtió en Trieste, Videm en Udine, Grad en Grado y así centenares de pueblos y aldeas. De la misma suerte, rebautizaron a Peter Beli, logrando una síntesis -Pietrobelli- que se convirtió en apellido para su descendencia.
Pero volvamos a la Patagonia y al relato que nos entretiene. Pietrobelli trabó profundo conocimiento y algo parecido a la amistad con los caciques araucanos y tehuelches de la región. Si digo algo sólo parecido a la amistad, es porque los miembros de la citadas etnias jamás harían amistad verdadera con un representante de los usurpadores, sin menoscabo y con prescindencia de la simpatía que pudiera inspirarles a título personal; es una ley de la sangre que aún se corresponde con el antiguo principio de hospes hostis.2 Sin embargo, salvo alguna transcripción fragmentaria de los extensos conciliábulos celebrados, los manuscritos genuinos de don Francisco habrían sido sustituidos por un relato nuevo y distinto, recreado a manu servus3 y conveniente a versiones interesadas de la historia. Los originales de esos manuscritos, amén de sus crónicas de viaje, contenían datos siniestros y condenatorios sobre hechos atroces ocurridos en la Patagonia en las postrimerías del siglo XIX. Pese a constituir un secreto muy mal guardado, pocos son los que se han animado a escribir sobre estas atrocidades y aún lo publicado echó más sombras que luces sobre la historia, contribuyendo al ocultamiento de la verdad verdadera.
Un dato clave de la verdad sería, por ejemplo, que Pietrobelli no alcanzó a ver el Golfo San Jorge. En vida, sólo llegó al valle de la actual comuna de Sarmiento, que lo deslumbró con su virgen potencial, tan parecido a la campiña de sus ancestros en la añorada llanura del Po, fértil enclave entre los Apeninos y los Alpes. Al llegar a Sarmiento, Pietrobelli estaba ya muy enfermo, preso de una extraña fiebre que lo mantenía postrado en su campamento, a pocos pasos del río. Cierto día, el toqui4 Painefilu -del linaje de los Calfucurá y Namuncurá- enterado de su enfermedad, le envió a su propia curandera y pitonisa personal, una Machi5 de mirada ausente y piel ajada cual añoso papiro; engañadora del Gualicho6 y conocedora de las palabras vedadas; ni los más ancianos sabían adivinar su edad. Llegó con una corte de lanceros, pero demasiado tarde; el expedicionario ya agonizaba abrasado por un fuego cruel y devastador. Ella, con su profunda y misteriosa sabiduría, reconoció inmediatamente los signos del apocalipsis personal de aquel portentoso aventurero, que supo ser un roble hasta esos días.
De los co-expedicionarios de don Francisco quedaban en el campamento apenas cuatro. Un par de ellos había regresado a Gaiman; unos pocos habían muerto durante el viaje. Entre los que quedaban más el séquito de la vieja india, incluidos ésta y el moribundo, sumaban once almas. Con uno más, podrían parodiar con mediano éxito a los confundidos apóstoles de la última cena, pero el que faltaba aquí, a todas luces, no era Judas.
Una vez muerto el caudillo, la permanencia en el lugar perdió sentido, pero nadie atinaba a hacer nada: ni a levantar campamento emprendiendo el regreso, ni a comenzar alguna actividad con el objeto de establecerse en el lugar. Los indios, pragmáticos y supervivientes, vieron en la inmensa cantidad de vituallas que había en las siete enormes carretas, una posibilidad de aprovechamiento para los suyos; entonces, los blancos se convirtieron en un estorbo.
A Pietrobelli lo embalsamaron en medio de un ritual en el que ofició de sacerdotisa doña Heka Guennake, tal el nombre de la hechicera. Sus condiciones chamánicas le previnieron acerca de la intención de los lanceros de matar a los expedicionarios: lo supo en un sueño, como todo lo que sabía. No me fue revelado si intentó impedirlo; de todas formas era tarde. Ya los aborígenes habían perpetrado el sangriento hecho, del que sólo Blas Cancler (“Cruento Sur”, cap.23) da testimonio. Heka no los amonestó, dado que, de acuerdo con el pensamiento fatalista de su cosmografía, carecía de sentido la pretensión de influir sobre los hechos, así como ensayar conclusiones morales sobre los mismos. Menos aún, juzgar lo consumado (si ocurrió, es porque así debía ser). Para ella, sólo se podía obrar sobre el presente y, aún ello, por intercesión de los dioses y no mediante la libre voluntad: las criaturas seríamos simples actores en una compleja obra escrita, dirigida y montada para escena por los dioses y sus sirvientes. Tal, su rudimentaria teología.

Los cuerpos sin vida fueron arrojados al río, dado que, al no pertenecer a la raza, no les correspondía la sepultura según la usanza moluche. Pietrobelli, en cambio, corrió distinta suerte. Los indígenas daban a los jefes y notables de otros grupos un tratamiento similar a sus pares; esto formaba parte de su protocolo y reglas del ceremonial. La vieja india tomó el mando (que por otra parte siempre había tenido, con excepción del hecho de sangre relatado) y dispuso que a don Francisco lo sepultaran mirando al mar y al septentrión, dado que de allí provenía. Así fue como llegó el expedicionario a la costa atlántica, pero, contrariamente a nuestras creencias, ya sin vida, cual añoso árbol que se ha talado y que servirá ahora para otros propósitos.




El viaje hasta el mar fue breve; apenas tres jornadas. Cuando llegaron, los dioses les regalaron un día luminoso y diáfano, con ese mar intensamente azul que sólo puede verse en estas latitudes. La vista desde el acantilado era extasiante. A Pietrobelli lo enterraron de pie, junto a su caballo, en lo más alto del Chenque7, mirando hacia el noreste. Apenas consumada la inhumación, se desató una tormenta infernal de vientos huracanados acompañados de lluvia, granizo y nevisca, que duró tres días con sus tres largas, interminables, noches. Al cuarto día, los aborígenes decidieron regresar a su patria chica, con el tranquilizador sentimiento de la misión cumplida. Camino de regreso hacia el Neuquén, levantaron el campamento que habían dejado a orillas del río Senguerr, llevándose una verdadera riqueza en vituallas y ropajes de las siete generosas carretas que habían pertenecido a la expedición.


Painefilu no fue informado de los pormenores del viaje y como jefe prudente, sabio y veterano, tampoco preguntó. Sólo se interesó por la salud de Pietrobelli. Todo lo demás, quedó oculto tras la sonrisa enigmática y arrugada de la hermética sacerdotisa de piel de papiro y ubicua sapiencia. Painefilu sabía que ella al menos había estado a la altura de las circunstancias. Por otra parte, lo acaecido llegaba a ser apenas una sombra, un pequeño detalle, en el proceso de devolución de favores a los blancos por todas las tropelías, tan cercanas al genocidio, de las que habían sido víctimas. Sabríamos más acerca de ello, si los escritos originales de Pietrobelli no se hubieran perdido.
Dada la ausencia de noticias en Rawson, los dos miembros del grupo colonizador que habían vuelto a Gaiman regresaron al valle del Senguerr. Inútilmente buscaron a sus compañeros y a su jefe. Ante lo infructuoso de su esforzada búsqueda, decidieron permanecer en el lugar, novel tierra prometida, A partir de esa decisión, y sólo a partir de entonces, comenzaron las operaciones de asentamiento. Con el tiempo se hizo imperiosa la búsqueda de un puerto de salida para los productos del fértil valle; ese fue el motor de la llegada al mar. Curiosamente, no hay precisiones sobre esa parte de la historia, tan actual como anónima. Ni siquiera se conocen los nombres de los dos fundadores; sólo sabemos que realizaron el proyecto trunco que Pietrobelli no pudo concluir, a pesar de que se le atribuye su consumación. Algunos, tal vez malintencionados, insisten en que la ausencia de crónicas se debe al analfabetismo de estos pioneros. Otros dicen que no había tiempo para registrar los hechos porque los acontecimientos se producían en una vorágine que sólo dejaba tiempo para la mera y elemental subsistencia.

Pero esas son discusiones marginales. Una vez más, la historia demuestra aquel arcaico principio de que la fuerza creadora está en el deseo y la intención, aunque sean inconscientes, potenciales y futuros; el resto, son simples herramientas. Mirando a través de la luz de la proyección de nuestros planes y su cristalización extemporánea, sabemos hoy que, de haber vivido, Pietrobelli hubiera buscado una salida al mar y hubiera fundado un asentamiento a sus orillas. Algo se interpuso para que no fuera así, pero lo revelado, lo que trascendió, fue lo que debía ocurrir, porque estaba programado en una mente, como todas, portentosa. Por otra parte, es sabido que la memoria cósmica sólo puede contener las líneas esenciales del devenir, no así las circunstancias. Si Pietrobelli debía fundar la ciudad, entonces la fundó: tiempo, espacio y corporalidad son ajenos a la esencia de los hechos y totalmente intrascendentes e ineficaces.

Notas:
1         Comodoro Rivadavia, Patagonia Argentina.
2        (= extranjero, enemigo) Locución latina que indica que todo extranjero es, en esencia, enemigo.
3        (= con mano de siervo) Locución latina; expresión con que se califica lo escrito con motivos mercenarios.
4        Cacique.
5        Chamán, curandero/a.
6        Espíritu del mal, también llamado Huecuvoé (“el viejo que merodea por fuera”), hermano del Chachao (“padre de la gente”). Ambos representan la bipolaridad mal-bien en la concepción de la deidad mapuche.
7        Chenque= cerro a cuyo pie creció la población de Comodoro Rivadavia En lenguaje autóctono significa cementerio; para nosotros, “cementerio de indios”.

Advertencia:
El presente relato es ficción. Si bien relativo a un personaje y a un marco históricos, constituye una recreación fantasiosa de la realidad y de los hechos.

Publicado en ESCRITOS DE FINIS TERRAE, 2011, Colección Patagonia Contemporánea, Editorial Jornada, Chubut, Argentina.

lunes, 6 de abril de 2020

COMO EL HUDSON



Por el camino del chamán
Llegué al pie de la montaña iluminada,
Y me volví montaña.

Penetré la luz hasta su mismo corazón,
Al tiempo que la luz se adueñaba de mí:
¡milagrosa con-fusión!

Se iluminaron mis ocultas entrañas
Y un fuego purificador me derretía;
En ese instante sublime, no sabía
Si yo era yo, o era la montaña.

Viví de pronto una expansión infinita
Y ya no cupe más en mí;
Algo se abultaba en mi vientre enardecido,
Pujando fuertemente por salir.

Fue entonces que mi alma estalló
En un infierno de fuego,
Liberándose del molde de mi cuerpo,
Elevándose rauda hacia el cielo.

Como siempre, después, siguió la calma;
Mis partículas, dispersas a merced del viento,
Liberada mi alma.

Publicado en ESCRITOS DE FINIS TERRAE, 2011, Colección Patagonia Contemporánea, Editorial Jornada, Chubut, Argentina.

domingo, 5 de abril de 2020

EN EL ATELIER

Ojalá pudiera lograr
Con ese corte transversal de tu rostro
Un asunto de altísima intelectualidad,
Para inquietar a los pensadores…

Ojalá pudiera lograr
Con ese corte cenital de tu frente
Un asunto de estética suprema,
Para inquietar a los artistas…

Ojalá pudiera lograr
Con ese corte horizontal de tu cráneo
Un asunto de honda sensibilidad,
Para inquietar a los poetas…

Ojalá pudiera lograr
Con ese corte sangrante de tu corazón,
Un asunto de extrema indiscreción,
Para inquietar mi alma…

Ojalá pudiera
Amarte, ganarte, perderte…
¡Y mantener la calma!

Publicado en ESCRITOS DE FINIS TERRAE, 2011, Colección Patagonia Contemporánea, Editorial Jornada, Chubut, Argentina.

viernes, 3 de abril de 2020

EL IGNOTO CASTILLO DEL SUR



Pocas personas escucharon hablar de este castillo en el remoto sur de América; muchas menos aún son las que lo han conocido. Para ser más precisos, sólo tres mortales hemos gozado de tal privilegio en los últimos dos siglos. El príncipe indio y el baqueano que me llevaron hasta el lugar han muerto ya, por lo que creo ser el único conocedor de tamaña obra, atemporal y extraña. Esta amalgama de raras circunstancias es la que me impulsa hoy a revelar aquellos acontecimientos que me parecen a veces tan lejanos y, a veces, tan recientes. Siento casi como una obligación ineludible el dar testimonio de ello. Misteriosamente, esta sensación de deber se ha ido intensificando en los últimos tiempos y no puedo adivinar la verdadera razón. ¿O será que mis días también están llegando a su fin?
Uno de los encantos de la Patagonia es su virginidad. Si desplegamos el mapa, veremos dos larguísimos hilos laterales que la recorren de Norte a Sur, bordeándola por el Este y por el Oeste, por el mar y por la cordillera, con escasos nexos entre ambas: apenas un par de rutas demasiado distantes. Están también los caminos menores, invariablemente de tierra, y las huellas apenas recorridas por algún habitante perdido en sus entrañas sobreviviendo con sus ovejas. Pero aun así, sumando todos los caminos, quedan extensiones inconmensurables que no figuran en ningún destino ni existe brújula que nos enseñe cómo llegar. En verdad, creo que este suelo estepario está menos explorado que la misma selva amazónica; la diferencia reside en que la selva es virgen por impenetrable y en cambio el desierto patagónico por simple destino de soledad, por esa condena que otorga la lejanía. Hay quienes sostienen que más que condena es una bendición, y hay días en los que me cuento entre ellos; hay días, en cambio, en los que creo todo lo contrario, y otros en los que creo sinceramente que ambos tienen razón y que, a su vez, ninguno la tiene. Y esto último es lo más probable.
Con el príncipe Llantén nos conocimos por obra de la casualidad, a pesar de que no creo en ella. Al baqueano, en cambio, lo buscamos durante mucho tiempo, pero el esfuerzo bien valió la pena. Fue realmente un valioso hallazgo.
Cuando nos internamos en esa mal llamada pampa, justo sobre el nivel de la meseta, se desplegó ante nosotros una inesperada e interminable alfombra de variados matices que iban del gris al verde oscuro, con algunos puntitos amarillos y violetas pintados por las flores de la estación. No hay como la primavera para ensayar estas excursiones hacia las entrañas mismas de la estepa y disfrutar de ese colorido tan rico como sutil, que me figuro similar al que buscaron Gauguin y Van Gogh cuando se afincaron en la luminosa Provenza. Como contrapartida, para que el idilio no sea perfecto, el viento golpea como en ninguna otra estación del año.
Lo sorprendente es que, apenas alejados de los caminos trillados y las huellas preexistentes, el paisaje cambia tanto que uno llega a creer que se trata de un engaño. De pronto se abren cañadones que sólo diez pasos atrás eran insospechables; sierras de puntas afiladas, invisibles hace apenas cinco golpes de clepsidra; cuevas que parecen haber albergado a toda una civilización perdida en la memoria del tiempo. La flora y la fauna, cambiantes y de una variedad insólita, constituyen otro misterio no menos interesante. Juraría que las variantes orográficas y la riqueza de vida que descubrimos fueron un espejismo, si no confiara tanto en mis sentidos. Aun hoy me sigo preguntado si habrá sido real, aunque sé, a conciencia cabal, que lo fue. Desde la ruta he observado miles de veces ese horizonte indiferente y monótono, tratando de adivinar algo de todo lo que vi en aquel viaje, pero me resulta imposible a pesar de mi insistencia. Incluso desde el avión, desde donde la visión es más rica y abarcadora, no logré jamás una simple insinuación de la verdad, ni el más vago bosquejo que pudiera otorgar fundamento a mis recuerdos. ¿Pueden unos pocos pasos cambiar tanto la realidad? Sin duda que sí; puedo dar fe de ello, porque yo anduve esos caminos con Llantén y el baqueano Sosa.
Sosa nos anticipó que no conocía el camino. Pero, en realidad, Sosa conocía todos los caminos: los que anduvo y los que no. Era baqueano de raza, de esos que, si le tapan los ojos y lo abandonan en medio de la estepa siberiana, en pocos minutos se las arregla como si hubiera nacido allí.
El camino que él decía no conocer era el camino al castillo. Tampoco había oído hablar de su existencia. El único que tenía noticias era Llantén y, con vagas referencias, iba guiando al baqueano hasta donde podía. Yo, con mi escaso protagonismo, parecía ser el convidado de piedra, aunque en realidad era todo lo contrario, porque el príncipe indio me eligió para hacerme partícipe de su conocimiento y éste fue el único y real móvil del viaje.
Andábamos en silencio. Largas horas a caballo -o días, tal vez, cómo asegurarlo- y el tramo final a pie. Sólo escuchábamos el crujir de las piedras bajo nuestros pies y el silbido del viento entre las matas. Pero había momentos en los que el viento amainaba, entonces el ruido de las pisadas se hacía más vívido y se disfrutaba como una música visceral y profunda. Cuando llegábamos a algún médano y desaparecía el ruido de las pisadas debido a la alfombra de arena, entonces el silencio se hacía infinito y total. Sosa y Llantén apenas ensayaban algún monosílabo de tanto en tanto. Yo, en cambio, no me atrevía a ultrajar esa paz desconocida e irrepetible ni siquiera con mi respiración. Era un éxtasis digno de ser vivido.
Por trechos, nos acompañaban distintos animales. Creo que así debe haber sido en el paraíso terrenal, porque esas bestias mansas y apacibles parecían no haber experimentado jamás la agresión de un humano. Se nos arrimaban, curiosos, como perritos falderos y nos seguían hasta que se aburrirían, supongo, de nuestra insípida compañía, pero enseguida eran reemplazados por otros, como si se tratara de una marcha programada en la que unos entregaban a otros la posta.
El sol subía y bajaba dibujando paisajes distintos a cada instante: proyectando sombras, quemando arenas, desdibujando perfiles, pintando y repintando con distintos matices el vasto, casi inacabable, lienzo de nuestra visión.
Nadie llevaba reloj ni almanaque, malqueridos carceleros que suelen encorsetar nuestras ansias de libertad hasta el fin de nuestras vidas, de modo que solamente la subjetividad de los sentidos primarios daba algún orden a nuestros días.
Durante toda la marcha nos cruzamos sólo con un humano. Era indio y Llantén parecía conocerlo, ya que se trenzaron en un breve y cordial visteo, analogía de una armoniosa a la vez que viril danza, en la cual ambos demostraron ser diestros. Cambiaron apenas tres palabras y luego el extraño siguió su camino, veloz sobre su brioso potrillo dorado, que más parecía una flecha que un caballo. Después, volvimos a la rutina del camino silencioso.
Justo en el momento en que ya el ciclo del asombro comenzaba a agotarse para convertirse en monotonía, se produjo la gran sorpresa. El camino comenzó a estrecharse en una quebrada cada vez más angosta y, de pronto, se alzó ante nosotros una arcada que parecía ser la puerta de acceso a un mundo totalmente distinto. Hasta el olor del aire cambió de repente. Llantén sonrió, lo que para su flemática personalidad equivalía a un arrebato ajeno y desconocido. Se adivinaba en su rostro el disfrute anticipado de una victoria que se está por conseguir. No dijo una palabra; sólo señaló hacia el noroeste con el brazo derecho extendido y hacia allí nos dirigimos.
A poco andar, comenzaron a hacerse más altas las matas y también más tupidas. Ya nos costaba avanzar sin coleccionar rasguños y azotes de las abundantes ramas. Pronto tuvimos que dejar los caballos y continuar de a pie y con machete, como si estuviéramos en plena selva. Por suerte no fue largo el camino. De buenas a primera nos encontramos ante un gran farallón que no se podía confundir con las altas bardas que bordeaban el profundo valle, porque su constitución era totalmente distinta. No me animo a decir que era piedra, pero tampoco eran ninguno de los materiales de construcción por mí conocidos. He visitado innumerables ruinas y castillos en la vieja Europa, pero éste era distinto. Llantén apoyó ambas palmas sobre la inmensa pared y levantó la cabeza apuntando a la cúspide de aquel muro. Luego, como si se tratara de un extraño rito de alguna ignota liturgia, bajó la mirada al suelo cayendo en un estado de éxtasis o profunda meditación, mientras su cabeza se mecía casi imperceptiblemente en un rítmico vaivén. Hizo una larga inspiración, se irguió y retomó la marcha sin decir palabra, esta vez bordeando el muro hacia la izquierda.
Con Sosa nos mirábamos cada tanto como queriendo adivinar cada uno lo que pensaba el otro. No sabíamos muy bien de qué se trataba, pero sentíamos esa especie de sobrecogimiento que se experimenta en los momentos en que está por suceder algo muy importante.
Llegamos por fin a una gran puerta y, a través de ella, a un inmenso patio interior. ¡Era imponente! Recorrer con la mirada los muros que nos rodeaban producía vértigo. Desde los huecos de algunas aberturas volaron grandes aves que seguramente habían establecido allí sus nidos ante la falta de otros habitantes. El patio era atravesado por un hilo de agua que surgía cerca de la puerta y se perdía en una grieta en el otro extremo, entre dos grandes piedras que le oficiaban de marco. Jamás vi ojos más grandes que los de Llantén recorriendo cada detalle. Cara de asombro como la de Sosa tampoco vi jamás.
De pronto, semiescondida por unos matorrales algo más altos que el resto, descubrimos una entrada lateral. Aparentemente la vimos todos en el mismo instante ya que, como en un repentino arrebato, nos abalanzamos sobre ella los tres a un tiempo; pero Llantén nos hizo una seña para que esperásemos donde estábamos y siguió solo. Extenuados, nos resignamos a obedecer y tomamos asiento sobre unas piedras que parecían haber sido colocadas allí a modo de invitación al descanso y a la pausa. No sé cuánto tiempo esperamos, porque me quedé dormido, exhausto por el viaje y la emoción del descubrimiento.
Cuando desperté, vi a mi lado al baqueano. Me dijo que el indio seguía sin aparecer. Comenzamos a recorrer el patio; vimos otras entradas, ingresando en algunas de ellas, pero eran todas entradas muy expuestas y ninguna tenía el misterio de la que fagocitó a Llantén. Descubrimos algunas galerías largas y espaciosas, otras más reducidas y algunas que se convertían en pasadizos casi infranqueables. Seguimos vagando largamente y aquello parecía no tener fin. Era como andar y andar sin llegar nunca al final. ¿Tan grande sería aquel castillo? La luz entraba por distintas aberturas a modo de ventanas, pero todas demasiado altas para que pudiéramos mirar a través de ellas sin una escalera. Hasta que, de pronto, vimos una que no estaría a más de un metro y medio del piso. Grande fue nuestra sorpresa cuando, al asomarnos, descubrimos que estábamos a una gran altura, desde la que divisábamos todo el valle y aun mucho más allá. En realidad, podíamos ver casi todo el camino recorrido en el largo viaje que nos había traído hasta allí. Pero, nos preguntábamos con Sosa, cómo podía ser que viéramos el camino tan lejano y sin embargo, cuando en él habíamos estado, no vimos ningún accidente en el horizonte que pudiera hacernos sospechar siquiera la existencia del lugar donde ahora nos encontrábamos. Nos prometimos desentrañar este misterio a nuestro regreso. Seguramente no habíamos mirado bien o algún velo nebuloso había censurado nuestra visión, pero a la vuelta observaríamos atentamente hasta descubrir cómo se veía el castillo desde la distancia. También compartimos la sospecha de que las galerías por las que habíamos caminado seguramente conformaban una gran espiral, sutil pero eficiente, ya que en ningún momento habíamos subido escalera alguna, antes bien, nos pareció caminar todo el tiempo en forma horizontal, llana, y de pronto resultaba que estábamos a una altura similar a la cima de una gran montaña, desde la que se divisaba una extensión casi infinita de territorio. Nos entretuvimos adivinando el lugar en el que habíamos dejado los caballos. No parecía lejos.
Permanecimos tres días con sus noches en el castillo, caminando casi todo el día; recorriendo galerías y habitaciones, conociendo pasadizos y recovecos, explorando grandes salones y pequeñas recámaras, incansablemente y sin parar. En los tres días no recuerdo haber estado dos veces en el mismo lugar, lo que me hace pensar que aquello era realmente colosal. Tampoco encontramos en todo ese tiempo a Llantén, ni pudimos volver a encontrar la entrada por la que se había introducido en el castillo. Varias veces creímos verla, pero al acercarnos caíamos en la cuenta de que en realidad no era ésa la puerta del indio.
Como por arte de magia, al tercer día, Llantén apareció ante nosotros, sonriente y gozoso, más comunicativo de lo que lo recordaba y con una luz en la mirada que tenía algo de misterioso y celestial. Así y todo, no fue mucho lo que nos dijo. Lacónicamente narró algunas noticias que a él le habían contado sobre la historia del castillo y que involucraban a sus antepasados muy remotos. También nos confió algunas referencias vinculadas con distintos puntos del castillo y su orientación, mencionando alineamientos estelares y planetarios que no comprendí muy bien. De golpe, como si le atacara una imprevista urgencia, nos indicó la salida y hacia allí nos dirigimos.
El camino de regreso fue muy similar al de ida. Los mismos silencios, los mismos monosílabos, el mismo paisaje, el mismo crujir de las piedras. Con Sosa intentamos vislumbrar la fortaleza desde la distancia, de acuerdo con lo planeado, sin embargo todo intento fue infructuoso, como si un acto de prestidigitación la hiciera invisible casi de golpe. Por un momento sentí el impulso de volver para verificar que fuera verdad, pero no me animé. Creo que a Sosa le pasó lo mismo. Llantén seguía callado, pero algo había cambiado en él. No sólo su mirada; hasta su piel parecía más lozana. Era como si hubiera rejuvenecido.
Cuando llegamos al punto en el que nos habíamos encontrado con aquel otro indio en nuestro viaje de ida, el príncipe nos hizo saber que allí se separaban nuestros caminos. La despedida careció de toda solemnidad; no hubo tristeza ni alegría. Nada. Parecía sólo un acto banal, sin ninguna importancia ni trascendencia. Apenas saludó, tomó la misma dirección que había tomado su hermano de sangre y desapareció de nuestra vista con la misma premura con que lo había hecho el otro.
Nosotros, sin salir de la sorpresa por la intempestiva despedida, desandamos el resto del camino, idéntico pero opuesto al de ida y, llegados a la ruta, también nos despedimos, prometiendo encontrarnos en algún momento en la ciudad.
Siempre viví con la idea de que volvería a ver a Llantén, pero no fue así. A Sosa lo vi un par de veces y conversamos sobre lo vivido en esos días, por eso estoy seguro de que fue real. Sosa murió hará cosa de un año, soñando con serpientes. Por el padre Antonio Mateos, un santo español que anda por entre las tribus y reservaciones de la cordillera, supe que Llantén también murió. Según el padre Antonio, Llantén era un iluminado. Y debió ser así, porque ya el padre Barreto me lo había dicho muchos años antes, cuando nos presentó. Algún día relataré ese encuentro.
Durante mucho tiempo callé todo esto, por temor al ridículo. Me sentía como quien vio un platillo volador y teme ser tomado por loco. Pero últimamente comencé a sentir un impulso extraño y una necesidad de contarlo que me llevó a hacerlo tal vez en demasía. Lo sigo haciendo compulsivamente, sin poder contenerme. La gente me escucha; algunos se quedan pensando, en reflexivo silencio. Otros sonríen con sorna, descreídos y a un tiempo condescendientes para con mis delirios. Esas muecas de Mona Lisa son las más molestas; prefiero a los que, directamente y sin rodeos, me manifiestan su incredulidad. He pasado a ser un personaje extravagante y sospechado de cierta insanía.
Sin embargo, esta historia, tan simple como maravillosa, fue real. Nunca me atreví a regresar al lugar, pero puedo dar su ubicación aproximada. Miles y miles de veces he repasado el mapa, rehaciendo mentalmente el camino andado hace ya tantos años. Para quien se interese en investigar la verdad de mis dichos o tenga inquietud por descubrir los secretos de una civilización que aparentemente nada tiene que envidiar a los mayas, a los aztecas ni a los egipcios, voy a dar una referencia que supera toda ambigüedad: si trazamos una línea recta imaginaria uniendo Camarones con Trevelin y otra similar entre Chimpay y Colonia Sarmiento, donde se produce la intersección de ambas, no estaremos lejos del lugar. En cuanto al camino a tomar, lo más indicado es, desde la Ruta Tres, internarse hacia el oeste en las inmediaciones del camino que lleva a Sierra Cuadrada; luego, buscar el punto indicado por las coordenada antedichas. Lo ideal es ir en primavera, aunque en otoño deber ser también espectacular y digno de asombro.

Cuento premiado con la 2ª Mención Honrosa en el PRIMER CONCURSO BINACIONAL LITERARIO DE LA PATAGONIA (Departamentos de Cultura de las Secretarías Regionales Ministeriales de Educación de Aysén y Magallanes - Chile).

Publicado en ESCRITOS DE FINIS TERRAE, 2011, Colección Patagonia Contemporánea, Editorial Jornada, Chubut, Argentina.


jueves, 2 de abril de 2020

CAPRICHO BORGEANO



Me han dicho, Jorge Luis, que te has marchado
Y es bueno que yo sepa que no es cierto;
Morar en otro mundo con los dioses,
No puede ser lo mismo que estar muerto.

El ostracismo estaba ya en tu mente
Cual rara pero firme vocación,
¿por qué afanarnos, pues, inútilmente
Buscando a tu destierro explicación?

Hoy sabes ya quién fue tu tercer hombre,
Vagando por las ruinas circulares;
Hoy sabes de los números, los nombres,
Las tierras misteriosas y los mares.

Has muerto y sin embargo sigues vivo;
Te fuiste y sin embargo estás aquí...
¿Será que vida y muerte son lo mismo?
¡Curiosa ubicuidad la del morir!

Poema premiado con el 2º Premio en el CONCURSO LITERARIO NACIONAL "DE LA PATAGONIA AL PAIS" (Diario Crónica, 1985) 

Publicado en ESCRITOS DE FINIS TERRAE, 2011, Colección Patagonia Contemporánea, Editorial Jornada, Chubut, Argentina.

CREDO

¿En qué creemos,
si es que aún creemos?

Creo en lo invisible, lo visible y lo increíble,
En lo material, lo impalpable, lo ignorado,
Lo apenas sugerido, lo prohibido, lo imposible,
Lo que está por venir, lo perdido y lo olvidado.

Creo en los proyectos, en la duda y la utopía,
La voz de la conciencia, los coros celestiales,
Las lenguas sin sonido y la telepatía,
Lo ignoto, lo sagrado y los irracionales.

Creo en una mano que nos guía, imperceptible
Y que señala todos los caminos a los ciegos;
Que insiste hasta llegar de lo trivial a lo indecible
Y vela por la lista de oraciones y de ruegos.

En el misterioso cuerpo místico de Cristo
Y en el cuerpo etéreo nacido de la red;
Los dos nos comunican y viven sin ser vistos,
Despiertan en nosotros las ansias y la sed.

Publicado en ESCRITOS DE FINIS TERRAE, 2011, Colección Patagonia Contemporánea, Editorial Jornada, Chubut, Argentina.